El mes de noviembre puede regalarte días maravillosos en las islas, puedes sorprenderte bañándote en aguas transparentes en una cala solitaria o mirándote en el espejo y descubriendo que la última travesía ha dejado un sutil resquicio de moreno en tu careto, pero antes del atardecer, ya estás buscando en el armario un forro polar o un chaleco de plumas para ponerte encima del jersey, por no decir que las chanclas han empezado a estorbar en medio del suelo de la bañera, ya que a estas alturas se imponen los calcetines y zapatillas bien cerradas.
Una vez asumido que el verano ha llegado a su fin (lo has estrujado más que el tubo de la pasta de dientes), y que el regreso a la península es irreversible, hay que rebuscar entre las previsiones meteorológicas para encontrar una corta ventana de buen tiempo, lo que no es fácil a estas alturas del año en que las previsiones son cambiantes, huidizas y poco fiables...
Y así, guardamos los tempos en el puerto de Sant Antoni esperando el momento de partir. Esta vez el salto debería ser de mayor alcance que cuando vinimos, no nos podemos permitir un regreso muy lento y con muchas escalas, ya que en el momento menos pensado, en cualquier puerto o fondeo o detrás del siguiente cabo te puede esperar un nubarrón, un maretón o un vendaval de narices.
El viernes 18 de noviembre fue el día elegido y el destino, Cartagena. Mejoraba el tiempo entre unos días de fuertes vientos del suroeste y borrascas a tutiplén por todo el Mediterráneo. Nos esperaban día y noche completos de navegación por delante, y aunque no pintaba una travesía muy movida, estaba claro que no sería tan tranquila como la ida.
Salimos sobre las 8 de la mañana, el agua en la bahía descansaba más o menos tranquila, después del tute que había sufrido los últimos días. Fuera del resguardo de la bahía, los últimos estertores de un temporal agonizante soplaban ya sin apenas aliento.
Hacia el mediodía, el alegre sonido del carrete de la caña nos despertó de la inopia y nos ofreció un túnido, que fue a engrosar la depauperada despensa de a bordo. Siguió la navegación en medio de una marejadilla con áreas de marejada a lo largo de la tarde, mientras el cielo se iba tiñendo de una incierta escala de grises. A primera hora de la tarde, se materializó la sospecha en estado líquido y a medida que pasaron las horas y con la caída del sol, el mar fue creciendo. Durante un par de horas y mientras Koldo se dedicaba a menesteres gastronómicos relacionados con el túnido anteriormente citado, yo hice la primera guardia bajo una lluvia ligera pero cansina, con los ojos en las olas que venían de popa y la mano en el timón, lista para cambiar de rumbo para que la ola no nos cogiera de través (de lado).
Al fin salió Koldo a cubierta a ofrecerme relevo. Yo ya llevaba largo rato mirando más al cielo que al mar, e intentando controlar la dirección de las tormentas que nos amenazaban desde varios frentes. Aunque aún era pronto, la luz se había apagado del todo y sólo se iluminaba el cielo puntual y repentinamente por los relámpagos que cada vez más numerosos, me tenían en vilo.
Para cuando nos quisimos dar cuenta, teníamos la tormenta encima y el viento cerca de los 20 nudos. Y la mayor izada. Me acerqué al palo a recoger la vela mientras Koldo maniobraba para facilitarme la operación (con el viento hinchando las velas es difícil recoger, hay que situarse proa al viento para que no embolse la vela). En ese momento el viento alcanzaba rachas por encima de los 30 nudos, el diluvio universal nos caía encima, el barco se movía como una cáscara de nuez a capricho de las olas y relámpagos como panes ponían los efectos especiales amenizando la operación. Yo, abrazada al palo y luchando con el viento por bajar la vela, me vi en medio de una escena que creí haber visto antes en alguna película. Sin duda aquello podría ser una versión muy light de La Tormenta Perfecta, y, quizá por la sensación de que aquello no podía ser cierto me sorprendió la tranquilidad y lucidez con la que afronté, sin doble alguna, la escena de peligro de la película...
Al fin, con ayuda de Koldo pudimos recoger la vela mayor y volver a la bañera. Yo, dí por buena mi actuación y salí de escena, vamos que me recogí en el interior, chorreando agua hasta de la ropa interior... Apenas me había dado cuenta, pero tenía un mareo de tres pares de narices, así que lo único que pude hacer fue tumbarme en el sofá y esperar. Koldo entró enseguida y decidimos quedarnos dentro y confiar ciegamente en el piloto automático. Así fue, y a lo largo de toda la noche el velero estuvo navegando sin timonel humano. Nosotros, dormitamos malamente vigilando cada poco tiempo por si algún mercante o velero se cruzaba en nuestro rumbo. La noche se hizo laaaaaaarga, pero al fin amaneció, y transcurrió la mañana y llegamos a Cartagena, 30 horas después de haber salido de Ibiza.
Para cuando nos quisimos dar cuenta, teníamos la tormenta encima y el viento cerca de los 20 nudos. Y la mayor izada. Me acerqué al palo a recoger la vela mientras Koldo maniobraba para facilitarme la operación (con el viento hinchando las velas es difícil recoger, hay que situarse proa al viento para que no embolse la vela). En ese momento el viento alcanzaba rachas por encima de los 30 nudos, el diluvio universal nos caía encima, el barco se movía como una cáscara de nuez a capricho de las olas y relámpagos como panes ponían los efectos especiales amenizando la operación. Yo, abrazada al palo y luchando con el viento por bajar la vela, me vi en medio de una escena que creí haber visto antes en alguna película. Sin duda aquello podría ser una versión muy light de La Tormenta Perfecta, y, quizá por la sensación de que aquello no podía ser cierto me sorprendió la tranquilidad y lucidez con la que afronté, sin doble alguna, la escena de peligro de la película...
Al fin, con ayuda de Koldo pudimos recoger la vela mayor y volver a la bañera. Yo, dí por buena mi actuación y salí de escena, vamos que me recogí en el interior, chorreando agua hasta de la ropa interior... Apenas me había dado cuenta, pero tenía un mareo de tres pares de narices, así que lo único que pude hacer fue tumbarme en el sofá y esperar. Koldo entró enseguida y decidimos quedarnos dentro y confiar ciegamente en el piloto automático. Así fue, y a lo largo de toda la noche el velero estuvo navegando sin timonel humano. Nosotros, dormitamos malamente vigilando cada poco tiempo por si algún mercante o velero se cruzaba en nuestro rumbo. La noche se hizo laaaaaaarga, pero al fin amaneció, y transcurrió la mañana y llegamos a Cartagena, 30 horas después de haber salido de Ibiza.
En Cartagena tocó pasear durante tres días y guardar reposo mientras el mar se seguía llenando de agua de lluvia y revolviendo a gusto... y es que, como ya he dicho, a estas alturas del año, por cada día tranquilo en el mar hay tres o cuatro de temporal. Por cierto, el piloto automático, echó el resto la noche de autos, pero salió gravemente perjudicado y aún no se ha recuperado, pero confiamos en que lo haga en el momento menos pensado y resucite...
Al cuarto día, afrontamos la travesía Cartagena-Roquetas de Mar, vieja conocida, pasando una vez más por nuestro querido Cabo de Gata y con otro temporal buscándonos la popa. Y una vez más a esperar en Roquetas un buen día, que por fin llegó para dejarnos ir hasta Almerimar, donde se cierra temporalmente, un círculo.
Y por cierto, MUCHAS GRACIAS a tod@s por leer estas historias y por vuestros animosos comentarios, que son el aliento que hace navegar a este humilde blog. Hace tiempo que os lo quería decir.
2 comentarios:
Después de seguir la pista de Cicely durante todos estos meses, a veces con un poco de envidia pero la mayoría con una gran admiración por vuestro valor y coraje, espero que vuestro balance haya sido positivo.
Y ahora a plegar velas por una temporadita y a volver a casa por Navidad, muchos muxus y hasta prontito aventureros!!!
Bueno, pues no está nada mal terminar el verano en diciembre, aunque sea afrontando tormentas y temporales..
Gracias a ti capitana por compartir Cicely con nosotros.
Ongi etorri a tierra firme.
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