Un
par de días después de llegar a Ibiza ya nos habíamos reconciliado
con la vida marina. Recuperamos el sueño, el apetito y la ganas de
seguir navegando. Algunas calas, viejas conocidas, nos aportaron la
serenidad de llegar a un lugar familiar, y en medio de un mar en
calma, de estar, de fondear y de dormir tranquilos, que no es poco.
Pero siempre se descubren nuevos paisajes, se visitan nuevos
rincones, para mantener vivo el espíritu original, la curiosidad...
Y
así, tras una semana en Ibiza, navegamos hasta Cabrera a ocupar la
boya que allí teníamos reservada. La isla de Cabrera es Parque
Nacional Marítimo Terrestre y su uso y disfrute está bastante
restringido, existe un campo de boyas que hay que reservar
previamente por internet para poder fondear y por tierra no se puede
caminar fuera de un par de senderos señalizados. Pero aún así, o
quizá por ello, tiene un encanto especial, y es que la bahía te
envuelve en su montañosa y verde personalidad.
El
medio acuático, allí donde nuestra permanencia está supeditada a
unos pulmones más o menos capaces, obladas y sargos de tamaño
considerable te rodean, te observan, te ignoran, así como los meros,
que salen de sus cuevas sin grandes precauciones, sin temor a
encontrarse en el punto de mira del fusil de algún hombre-rana. Y así
han proliferado generosamente en esta isla.
Y
de Cabrera, como es natural, fuimos a Mallorca, isla que tampoco
conocíamos, al menos, desde el mar. El sur de la isla, pasó por
delante nuestro sin pena ni gloria, pasando la primera noche en Sa
Rápita y la segunda en la bahía de Santa Ponça, rodeados de
hoteles repletos de alemanes e ingleses, que inundaban con sus
berridos la bahía coreando los goles patrios...
Al
día siguiente, se presentó ante nosotros una nueva Mallorca, que
comenzó en la isla de Dragonera para continuar por todo el noreste
hasta el cabo de Formentor. Desde Dragonera hasta Sóller, una costa
de laderas verdes, tendidas y abruptas, salpicadas de unos pocos
pueblos pintorescos y alguna cala ídem. Primera noche en Sa
Foradada, al abrigo de una roca imponente que te abriga y te asusta
en la misma medida. Las siguientes noches, en el puerto natural de
Sóller, una bahía resguardada que alberga multitud de veleros y
todo tipo de barcos fondeados.
Después,
desde Sóller hasta Formentor, la sierra Tramuntana en caída libre,
paredones inmensos de roca, barrancos que desembocan en el mar,
apenas huellas de civilización. Para nosotros, que originalmente
somos más de montaña que de mar, un regalo precioso e inesperado.
Y
para regalo, el encuentro en Sóller con nuestros amigos
mallorquines: Juana, Joan, Marcial, Toni, Maite y familia... Juana
ejerció de perfecta anfitriona para nosotros y nos proporcionó lo
que más necesitábamos en aquel momento: la posibilidad de sentirnos
personas normales y aseadas, socialización y cambio de dieta...
cosas que se agradecen después de tres semanas de asilvestrada vida
marina. Merçi Joana.
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