sábado, 28 de julio de 2012

MENORCA I

Nos despedimos de Mallorca apresuradamente y llegamos a Menorca a trompicones y medio mareados. Y es que huyendo del anunciado temporal del norte, pillamos sus prolegómenos, que vinieron del sur y nos procuraron un paso por el canal de Menorca bastante incómodo. Nos dirigimos a la primera cala del sur de la isla, a resguardo de la que se avecinaba, y pasamos una primera noche de lo más movida, como los dos días siguientes, acompañados de todo tipo de eventos meteorológicos: tormentas, galerna, risaga (fenómeno meteorológico típico de Menorca y que provoca, puntual y repentinamente, grandes oscilaciones del nivel del mar)...
Pasó el temporal pero sus efectos sobre el mar duraron varios días, en los que añoramos la quietud del mar de los días en Ibiza, Cabrera... No obstante disfrutamos de fondeaderos como Macarella, Trebaluja, Cala Coves, sobre todo Cala Coves, que nos acogió durante más de dos semanas. Ésta, es una de las calas más bellas de la isla, posee una bahía central no demasiado ancha que se bifurca en dos pequeñas y estrechas entradas al norte y al oeste que culminan en pequeñas playas bastante pedregosas y con algo de arena. Está rodeada de altos acantilados horadados por numerosas cuevas que en su día albergaron pobladores talayóticos y más recientemente, a una buena cuadrilla de hippies.

Macarella

Trebaluja
Cala Llucalari
Vestigios hippies tallados en las paredes de los acantilados
Inscripciones romanas en una de las cuevas


Cada día, desde bien temprano, un goteo de turistas (por recomendación de alguna guía de la isla o del puro instinto -los menos-) y de isleños autóctonos, se acercan a este lugar buscando un trozo de roca plano donde posar su toalla y su trasero unos, una escalada con panorámicas otros, un fondo escénico para sus fotos veraniegas todos y un baño refrescante la mayoría...

Andando sobre las aguas

Inmortalizando el momento

Cala Coves
En el agua, asimismo, cada día el entretenimiento está servido con la ida y venida de veleros y yates a motor, que, con mayor o menor pericia realizan la maniobra de fondeo, para entretenimiento de los allí presentes y, en ocasiones, mosqueo de algún barco vecino.
Nuestra estancia en Cala Coves se ha alargado por varios motivos, aparte de ser uno de los entornos más hermosos de los que hayamos visitado: el resguardo que ofrece a los vientos del norte que han abundado en nuestra estancia, una antena cercana que nos ha procurado cobertura de móvil e internet (cuestiones vitales para el teletrabajo), la existencia de una fuente de agua dulce (para llenar el depósito) y fresquita (para enfriar las cervezas hasta el nivel mínimo permitido) y de un pueblo lo suficientemente cerca como para ir puntualmente a por víveres, pero lo bastante lejos como para no importunar la tranquila vida en la cala...

Cala Coves desde mitad del acantilado

Cala Coves, desde lo alto del barranco que se extiendo al oeste


Cala Coves, desde el norte

Algunas de las cuevas que dan nombre a la cala
Durante nuestra estancia en Cala Coves, fondeados en el mismo lugar, a escasos 4 metros de tierra, donde echamos un par de cabos para mayor seguridad (como la mayor parte de los barcos hacen), hemos visto a muchos otros barcos llegar, pasar una noche o dos, algunos más, e irse. Españoles o franceses la gran mayoría, bastantes ingleses y alemanes, y muy pocos de otras nacionalidades. La mayoría familias, muchas cuadrillas de amigos y algunas parejas, especialmente jubilados.


Nuestra cueva, a escasos metros de las rocas

Más de Cala Coves
El tiempo y la observación nos han llevado a varias conclusiones GENÉRICAS. Los españoles normalmente son familias acomodadas, jóvenes de charter (barco de alquiler). Suelen ser ruidosos y gritones, vamos que se lo pasan pipa y no dejan lugar a la más mínima duda... Entre los franceses predominan las parejas mayores y las familias con niños pequeños. Suelen tener veleros muy bien preparados pero sin grandes lujos. Son gente muy apañada, discreta y muy eficiente en sus maniobras. Entre los alemanes se encuentran jóvenes parejas con o sin familia y jubiletas, mucho hippie de todas las edades. Los alemanes suelen llevar barcos viejunos tuneados, clásicos bien cuidados o barcazos de reconocida calidad. Son echados pa'lante y apañados, ufanos y autosuficientes. Los ingleses, habitualmente poseen veleros hipermodernos o yates ultrarápidos y megaguapos absolutamente sobredimensionados, lo que viene a ser un “conmenosculotambiénsecaga” en nuestra jerga... Suelen ser familias con niños rubios y guapos (pequeños clones de Beckham y Victoria), padres apuestos y madres estupendas, o abuelos hiperricos y operados con una tripulación que ni el Queen Elizabeth... Algunos parecen simpáticos, pero en general, sobradetes...
Estas observaciones nos llevan a otra conclusión, de la que nuestra propia experiencia es un buen ejemplo: el mundo de la navegación (especialmente a vela) no está restringido a gente adinerada, está a la altura de cualquier persona con unos pocos ahorros, unas pocas ganas de aventura y dispuesta a renunciar a ciertas comodidades, que a bordo, se convierten en lujo (ducha, frigorífico, habitación de invitados, etc.).
En estas dos semanas largas, hemos tenido tiempo y habiendo tiempo, cuando no se está ni leyendo, ni bañando, ni cocinando, ni fregando, ni durmiendo, a mi me gusta observar. Cuando Koldo me pregunta “¿Qué haces, cotilla?”, yo estoy observando a la gente de otros barcos y preguntándome “¿Quienes son?”, “¿A qué se dedicarán?”, “¿Dónde vivirán normalmente?”, y, sobre todo, “¿Cómo será ese barco por dentro?” y “¿Cómo pueden caber tantos?”. Y como nadie contesta a mis preguntas, yo me imagino las respuestas, las historias, los parentescos...
La antigua casa del guardia
Con algunos, cruzas miradas, sonrisas y un “buenos días” (bonjour o good morning) legañoso a la primera incursión mañanera a cubierta, con otros hemos compartido algo más, conversaciones, experiencias, ajos (como buenos vecinos) y alguna risa que otra...
Una tripulación que hacía honor a su nombre
Pero, como todo, la estancia en Cala Coves llegó a su fin, y antes de ser abducidos por el espíritu hippie que pulula por entre las cuevas de sus acantilados, largamos los cabos que nos unían cual cordón umbilical a las entrañas de este paraje especial y nos trasladamos a un lugar menos natural y especial y más logístico, Mahón.

domingo, 8 de julio de 2012

CABRERA Y MALLORCA


Un par de días después de llegar a Ibiza ya nos habíamos reconciliado con la vida marina. Recuperamos el sueño, el apetito y la ganas de seguir navegando. Algunas calas, viejas conocidas, nos aportaron la serenidad de llegar a un lugar familiar, y en medio de un mar en calma, de estar, de fondear y de dormir tranquilos, que no es poco. Pero siempre se descubren nuevos paisajes, se visitan nuevos rincones, para mantener vivo el espíritu original, la curiosidad...

Y así, tras una semana en Ibiza, navegamos hasta Cabrera a ocupar la boya que allí teníamos reservada. La isla de Cabrera es Parque Nacional Marítimo Terrestre y su uso y disfrute está bastante restringido, existe un campo de boyas que hay que reservar previamente por internet para poder fondear y por tierra no se puede caminar fuera de un par de senderos señalizados. Pero aún así, o quizá por ello, tiene un encanto especial, y es que la bahía te envuelve en su montañosa y verde personalidad.


El medio acuático, allí donde nuestra permanencia está supeditada a unos pulmones más o menos capaces, obladas y sargos de tamaño considerable te rodean, te observan, te ignoran, así como los meros, que salen de sus cuevas sin grandes precauciones, sin temor a encontrarse en el punto de mira del fusil de algún hombre-rana. Y así han proliferado generosamente en esta isla.




Y de Cabrera, como es natural, fuimos a Mallorca, isla que tampoco conocíamos, al menos, desde el mar. El sur de la isla, pasó por delante nuestro sin pena ni gloria, pasando la primera noche en Sa Rápita y la segunda en la bahía de Santa Ponça, rodeados de hoteles repletos de alemanes e ingleses, que inundaban con sus berridos la bahía coreando los goles patrios...

Al día siguiente, se presentó ante nosotros una nueva Mallorca, que comenzó en la isla de Dragonera para continuar por todo el noreste hasta el cabo de Formentor. Desde Dragonera hasta Sóller, una costa de laderas verdes, tendidas y abruptas, salpicadas de unos pocos pueblos pintorescos y alguna cala ídem. Primera noche en Sa Foradada, al abrigo de una roca imponente que te abriga y te asusta en la misma medida. Las siguientes noches, en el puerto natural de Sóller, una bahía resguardada que alberga multitud de veleros y todo tipo de barcos fondeados.



    

Después, desde Sóller hasta Formentor, la sierra Tramuntana en caída libre, paredones inmensos de roca, barrancos que desembocan en el mar, apenas huellas de civilización. Para nosotros, que originalmente somos más de montaña que de mar, un regalo precioso e inesperado.





  

Y para regalo, el encuentro en Sóller con nuestros amigos mallorquines: Juana, Joan, Marcial, Toni, Maite y familia... Juana ejerció de perfecta anfitriona para nosotros y nos proporcionó lo que más necesitábamos en aquel momento: la posibilidad de sentirnos personas normales y aseadas, socialización y cambio de dieta... cosas que se agradecen después de tres semanas de asilvestrada vida marina. Merçi Joana.