Ibiza y Formentera fueron bautizadas por los griegos como Islas Pitiusas, por la gran alfombra verde que las recubre (pitys, pino en griego). En estos días que llevamos navegándolas, miles de pinos han seguido nuestra ruta y nos han observado desde sus atalayas privilegiadas, verdísimos y sanos la mayoría, desde su escuálida negrura otros, como almas calcinadas, daños colaterales de la energía de la naturaleza o víctimas injustas de la estupidez humana.
Todos ellos han sido testigos de navegaciones y fondeos tranquilos y otros no tanto, de chapuzones fugaces y refrescantes como Dios nos trajo al mundo y de baños interminables enfundados en neopreno hasta las orejas, y de un par de visitas que han venido a alterar muy gratamente la rutina a bordo, aumentando notablemente la moral de la tripulación y enriqueciendo la dieta Cicelyana. Primero María, que vino cantando fados y riendo e invitando a reir, tan propio de ella. Luego Margari y Jose Luis, curiosos por ver con sus propios ojos y sentir en carne propia la vida de su retoño.
Ibiza nos invitó a conocer diversas calas desde distintas caras... En la primera tourné a la isla fueron Cala Port Roig (al suroeste de la isla), la ensenada del cabrito (en Formentera), Cala Llonga (este de Ibiza), Portinatx (norte) y Binirrás (norte).
En Port Roig nos dejamos invadir por el relax y el no-hacer-nada que María venía buscando, y por la noche, observamos las estrellas, fugaces y no-fugaces, hasta que el exceso de humedad nos presentó el camino a la cama. Por la mañana, mientras María seguía abandonada a su tarea, nosotros le compensamos a puro golpe de martillo y llave inglesa para cambiar la correa del alternador que, casi por casualidad, descubrimos que se había roto la víspera.
Al día siguiente, en la Ensenada del Cabrito, más de lo mismo, tranquilidad y buenos alimentos, aunque tocó madrugar ya que para el día siguiente se mascaban un puñado de nudos de viento y había que dejar a María en condiciones, en el puerto de Ibiza. Como quien deja un paquete de estraperlo y bajo amenazas de marrón según uno que pasaba por ahí, en una maniobra rápida y limpia, dejamos a la fadista, sin intención alguna de atracar en un puerto poco adecuado a nuestro bolsillo.
En este corto espacio de tiempo, ahí fuera se estaba liando parda y nada más salir del puerto, confirmamos las previsiones que habíamos requetestudiado. Por suerte teniamos una cala cerca bien resguardada, cala Llonga, que nos acogió en su maternal seno de altos acantilados rocosos y fondos de arena y algas que se intuían bajo un agua hirviente.
Este pequeño temporal y la falta de planes y mayores preocupaciones, nos retuvieron en esta cala tres días y tres noches, y tras la agitación, vino la calma. Y fue aquí, a resguardo del mar del sur, donde navegué el Cantábrico y doblé Finisterre hacia el sur, para seguir hasta las islas Canarias desde donde crucé el Atlántico rumbo a Brasil, para continuar hacia el norte, navegar el Caribe, atravesar el canal de Panamá, saltar de las Galápagos a las Islas Marquesas y recrearme en el Pacífico Sur, internarme en los archipiélagos de Indonesia, Filipinas, el Indico, cruzar el Mar Rojo y ya en el Mediterráneo, a través de las islas griegas e italianas, remontar el Mare Nostrum, pasar el estrecho y esta vez hacia el norte, volver al cantábrico en la dirección opuesta y 17 años más tarde, hasta Hondarribi, en un sinfín de aventuras y descubrimientos que pocas personas hayan podido vivir como lo hicieron los integrantes de esa familia vasca tan curiosa.
Y así, apuramos la estancia en Cala Llonga y al salir de allí volvió a pillarnos un mar nervioso, agitado, con olas de las que empiezan a inquietar a una. Aunque tentados con volver de nuevo con mamá-cala, aguantamos, y a medida que nos alejamos de la costa, la mar fue a menos. Un par de horas más tarde, doblamos punta Moscarté y enfilamos la cara norte de la isla.
Fondeamos en la turística Portinatx, bastante frecuentada, especialmente por guiris, propensos a bañarse en las cristalinas aguas ibicencas haga sol, llueva o refresque. Pasamos la noche y al día siguiente salimos de ahí sin mayores sobresaltos.
En una tranquila navegación, llegamos a Binirras, un tesoro de cala a buen resguardo de temporales, formada por roca, vegetación, arena, agua y alga fundidos en un perfecto cocktail de naturaleza.
Pues bien, como ya llevábamos una semana sin pisar tierra y en un par de días recibíamos visita paternal, al día siguiente salimos de Binirrás con idea de atracar en el puerto de Sant Antoni. Nada más lejos de la realidad, ya que a la salida de esta cala nos recibió un maretón de agárrate-y-no-te-menees con olas de unos cuatro metros según yo (tres metros según vimos posteriormente en el parte.... já). Me quedé paralizada sentada en la bañera y con las dos manos apretando fuerte el borde de la misma, mientras Koldo capeaba el temporal lo mejor que podía. Entré a por los chalecos salvavidas. De atrezzo, el señor Meteo nos puso la tormenta encima y llovió, claro, en lo que ya se había convertido o en un castigo celestial por algún pecado cometido en otra vida (en esta no hemos sido tan malos) o en una prueba de fuego barriobajera para entrenar nuestro espíritu marinero-sufridor.
Esta vez sí, volvimos con papá Binirras, aunque la broma ya me había costado a mí un abotargamiento mental que me duraría varios días, un cabreo fugaz con el mundo y una desilusión transitoria por no poder tocar tierra ese mismo día. Ni el siguiente. Ni el siguiente. Al cuarto día por fin pudimos salir de allí, justo a tiempo de recibir la visita de los padres de Koldo.
Al día siguiente, ya acompañados, fondeamos en Cala Blanco, también al norte de la isla, donde una imponente mansión te vigila desde la frondosidad de su jardín, la curvatura de sus paredes blancas, sus perfectos muros de piedra y su circuito cerrado de televisión.
Y así, llegó la lluvia a toda España, y como no podía ser de otra manera, también a las Islas Baleares, con lo que nos dedicamos los días posteriores a hacer turismo de interior, lo cual resultó muy interesante, a la vez que innovador y así pude descubrir que Binirrás, la cala que nos refugió aquellos días de temporal, es casi más bonita desde tierra que por mar...
Y más tarde, cuando escampó tras varios días de tormentas, y ya solitos, bajamos a Formentera, Pitiusa Menor, y que merece capítulo aparte.