sábado, 29 de septiembre de 2012

LA VIDA A BORDO, UN DÍA CUALQUIERA (de julio o agosto)

Sin persianas ni cortinas que le impidan el paso, a intempestivas horas de la cuasimadrugada, la primera luz del día, la más traicionera, la más certera, se cuela a hurtadillas por la ventana de nuestro camarote, justo encima de nuestras cabezas. En ese momento, me despierto, pero sólo a medias, doy una vuelta, me vuelvo y me revuelvo para ambos lados, en un momento indeterminado entre la tercera y la cuarta vuelta, me vuelvo a quedar dormida. Hasta que, un tiempo después, la luz mediterránea es tan evidente, que lo antinatural es dormir. Además, empieza a hacer calor. En ese momento, un pie se desliza entre las sábanas, hace aparición en el estrecho espacio que existe entre la cama y el techo del camarote, se eleva cauteloso, y con gran habilidad, abre la ventana, para que empiece a entrar un poco de aire y ya se pueda respirar en esta leonera...

Tras el consiguiente remoloneo, abro el ojo y entre dos legañas veo a Koldo enfundarse en su armadura de neopreno hasta no dejar ni un centímetro de su cuerpo al aire. Me levanto. El primer pie lo poso sobre el cuarto de baño, para el segundo paso ya estoy en el salón-comedor, al 5º en la cocina, en tres más estoy en cubierta, y en un par de ellos más podría estar en el agua, rodeada de peces más despiertos que yo y en medio de una cala fantástica... Pero este no es mi estilo, porque me cuesta coordinar movimientos y neuronas antes de desayunar, así que, al lío: cafetera, fruta, tostadas, galletas y cereales para recomponer mi estado infrahumano y empezar el día en condiciones.
Después del desayuno, y para estrenar mi condición de persona, me siento en la bañera y hago honor al apodo que Koldo me tiene asignado: “yohevenidoahablardemilibro”. Me pego el libro a las manos y me sumerjo en una realidad bien distinta a la que tengo alrededor, mientras en mi estómago los jugos gástricos trabajan para proporcionarme un pronto baño sin riesgos digestivos.
De vez en cuando, alguna ráfaga de realidad, me saca de mi absorto estado, para dar cuenta de que, ahí fuera el show ha comenzado: pequeños barcos a motor, clónicos, de alquiler, vienen y van, con familias a bordo o parejas jóvenes, donde el chico descarga su energía acelerando el motor y derrapando, mientras su chica, expulsa agudos y felinos gritos e intenta tomar el sol en la proa a pantocazo limpio.
Una hora después, aparece el chico del neopreno y desayuna, yo aprovecho para refrescar mi acalorado y serrano cuerpo y para saludar a esos pequeños pececillos negros de cola bífida que me rodean nada más sumergirme.

Decidimos cambiar de alojamiento para la próxima noche, así que, preparamos el check out: arrancamos motor, quitamos el toldo, encendemos el plotter, montamos el piloto automático, plegamos la escalerilla, preparamos la mayor y recogemos el ancla. Marchando. El siguiente destino, normalmente, una cala cercana. Si hace un mínimo de viento y apenas hay ola, que es lo menos habitual, apagamos el motor y vamos a vela, tranquilamente, sin prisa, sin sobresaltos hasta que, descubrimos que se nos acerca un ofni (objeto flotante no identificado) a toda pastilla, no es un torpedo (aunque lo parece), no es un misil (aunque lo parece) es un yate inmenso, como un edificio de cuatro pisos con diseño de fórmula 1, normalmente inglés, que, antes de darnos cuenta, pasa a 60 metros de nuestro pequeño seiscientos de planta única y diseño clásico al que pone a la virulé en lo que duran malditas las olas que nos ha dejado a su paso... FUCK YOU!! Grito yo, aunque sé que no me va a oír ni el último miembro de la tripulación convenientemente aseada, peinada y uniformada de esa mole contaminadora, pero al menos en un intento de desahogar la rabia...

Llegamos al destino elegido, observamos la situación, la cantidad de barcos fondeados, las posibilidades de la cala, el lugar más apropiado, la dirección del viento. Elegimos el hueco y vamos allá, la gente de otros barcos, a nuestro paso, nos observa con cara de sospecha, con miradas que dicen cosas del tipo: aquí ni se te ocurra muchacho, if you wanna live myfriend..., achtung! Mierdenvessel, &/%&%$... pero el capitán, impertérrito, aprieta los dientes, pone cara de seguridad y hasta la cocina... echamos el ancla en el lugar elegido, esperamos a que el viento nos ponga en el lugar que nos corresponde y observamos a nuestro alrededor... ¿véis chicos? No era para tanto..., myfriend, you know, I'm a good fucking skipper... y repartimos una ración de sonrisitas a los vecinos más cercanos... Todo en orden. No obstante, el capi, para asegurar el fondeo, se echa al agua a observar cómo ha quedado el ancla, la profundidad que nos rodea y que no haya nada raro por ahí abajo... Ahora sí, fin de la comprobación, fin del fondeo, podemos apagar el motor, recoger el piloto automático, apagar el plotter, poner el toldo y disfrutar de nuestro nuevo alojamiento... hasta que un nuevo inquilino venga a romper nuestra tranquilidad y haya que salir a cubierta a observarle con cara de malotes y mirada de “ni se te ocurra plantar tu sucia popa a mi lado, colega...”.

Hecho esto, el que quiera fondear que fondee, que a mi ya me toca pegarme un baño y escrutar los bajos fondos del nuevo barrio...

A la hora de comer, ensaladas, verduras, pasta en todas sus variantes (espaguetti, arroz, cous-cous) y pescado, conforman la base de nuestra dieta diaria. Puntualmente, algún cefalópodo se cuela en nuestra cocina, dando el toque exótico al menú del día.
Después de la comida, viene la siesta de rigor, que por lo que a mi respecta, es normalmente sustituida por un rato de lectura, tras lo cual se impone otro baño. Algunas veces toca explorar tierra firme, bien sea con fines logísticos (echar basura, comprar pan, buscar alguna fuente de agua dulce) o por asentar el cuerpo sobre tierra firme y mover las piernas más de lo habitual.

Y aunque parezca que todo es bañarse, leer, dormir y jamar, en ocasiones las actividades no son tan apetecibles: fregar la cubierta, limpiar sentinas, revisar el motor, retocar el fondeo en mitad de la noche por alguna razón que nos impide dormir, echar y recoger y volver a echar y recoger el ancla (con sus veintipico kilos y sus 30 metros de cadena), maldormir, bañarse sin ganas por revisar el fondeo, aguantar treintaypico nudos de viento con tormenta cerrados dentro del barco a cal y canto, soportar vecinos ruidosos hasta las tantas como si estuvieran en la cubierta de tu barco, etc.
Lo cierto es que los momentos “malos” suelen ser más intensos pero los buenos, afortunadamente, mucho más habituales... Y es que, si no, ¿que haríamos viviendo en Cicely?