Hace ya un mes que volvimos de Marruecos, y aunque el tiempo ha hecho bien su trabajo de filtrador de recuerdos, las experiencias fuertes se quedan bien asentadas en cuerpo y mente y duran y duran... de modo que intentaré recordar lo más fielmente posible la travesía que nos devolvió a costas almerienses de nuestra incursión marroquí.
Al día siguiente de llegar a Alhucemas, 24 de agosto, recorrimos el centro de la ciudad y nos dedicamos a hacer acopio de víveres en uno de esos mercados callejeros de los que ya he hablado: fruta, ensalada, verduras, huevos, aceitunas y hasta un pez limón. Y dimos buena cuenta de los dulces marroquíes en una de esas pastelerías que dejan a una pegada al mostrador a pesar de las docenas de abejas que revolotean en el ambiente...
Habíamos decidido salir ese mismo día para cruzar el estrecho en dirección a la costa española, ya que la previsión era más que buena (fuerza 3 y marejadilla) y de quedarnos por allí más tiempo nos podíamos ver en la tesitura de tener que esperar una semana más a que las condiciones volvieran a ser buenas...
Nos permitimos un descanso y un baño en la playa de Alhucemas (Playa Quemado), acompañado de un análisis sociológico de lo que se cocía por allí:
-pijeras gordinflones sembrando el pánico sobre una moto de agua alquilada y repartiendo boletos para una decapitación entre bañistas impasibles
-la vestimenta de baño del sector femenino. La menda, la única mujer con bikini en una playa repleta de jóvenes y niños de ambos sexos.
-pijeras gordinflones sembrando el pánico sobre una moto de agua alquilada y repartiendo boletos para una decapitación entre bañistas impasibles
-la vestimenta de baño del sector femenino. La menda, la única mujer con bikini en una playa repleta de jóvenes y niños de ambos sexos.
De vuelta al puerto, nos preparamos una comida-merienda-cena, para afrontar en condiciones la travesía y así, la idea de salir aún de día se desvaneció con la puesta del sol en plenos preparativos para la partida.
La primera sensación fue maravillosa, la pura idealización de una navegada nocturna: el cielo pleno de estrellas, la mar tranquila, algo de viento, y un regalo del mar en forma de fosforescencias acuáticas.
La inquietud de la partida y la emoción de un destino próximo se hicieron un hueco en mi estómago, y acamparon a sus anchas para acompañarme a lo largo de este incierto camino. Mi compañero de viaje se aceleró una vez que a los restos del atardecer les dio por morir y al viento por arreciar. Y a las olas por atacar, desconsideradas y traicioneras, por donde más duele y más mueve en un barco, de costado. La absoluta oscuridad nos impedía ver el momento exacto en que la ola nos golpearía, pero a fuerza de recibir nos hicimos cargo del ritmo y la serie de las olas. Aunque no por ello dolían menos.
En el interior se movía todo que daba gusto, se cayó todo lo que se podía caer, con el consiguiente estruendo. Los bichitos de mi estómago apretaban una cosa mala, y peor aún, amenazaban con salirse por la boca...
Con poco convencimiento, hice un intento de dormir en el camarote, con intención de poder dar relevo a Koldo un poco más tarde. Fatal error. Volví rápido a cubierta y me tumbé a ratos en la bañera (si aún no lo he explicado, es la zona de la cubierta desde donde se gobierna el barco) intentando dormir. Apenas dormí en toda la noche y Koldo, menos aún.
A diario, cuando una duerme plácidamente no se da cuenta de lo que una noche puede dar de sí, de todas las horas de oscuridad que siguen al día y que velan nuestro sueño reparador. Bien lo sabrá la gente que padece de insomnio o de males peores que le impiden dormir. Como saben que, afortunadamente, después de cada noche, llega otro día, que no tiene necesariamente que ser como el anterior. En nuestro caso, tras la noche, también se hizo el día y la sensación mejoró un poquito, pero las condiciones del mar, no.
Malditas las previsiones, que nos jugaron una mala pasada, la fuerza del viento se multiplicó por dos, las olas de un palmo crecieron hasta los dos metros y la marejadilla fue al gimnasio y se convirtió en una fuerte marejada. Hay que joderse con el mar de Alborán. Cierto es que ya nos avisó nuestro amigo Ali, encargado de mantenimiento del puerto de Cala Iris, y gran persona: "En Alboran si pone 2 son 3 y si pone 6 son 8". Realmente, el Mar de Alborán es un mar muy singular con mucha influencia de las corrientes del estrecho y su propia batimetría. Por momentos, nuestra velocidad real no pasaba de 2 nudos, por las corrientes en contra que nos empujaban hacia el continente africano.
En cuanto amaneció, vimos tierra, y en nuestra confusión, pensamos que sería la isla de Alborán, incluso, entre risas, valoramos la posibilidad de una alucinación, ya que era demasiado grande para ser la isla y parecía estar demasiado lejos. Finalmente, asombrados, reconocimos el perfil de Sierra Nevada, que asomaba entre brumas a unas 70 millas de distancia. La visión de tierra firme te ofrece una falsa sensación de cercanía, hasta que horas después de seguir viendo el mismo paisaje te haces cargo de una manera más realista de las distancias existentes y de la velocidad a la que te mueves...
El desayuno consistió en bollos deformados y desmigados con coca-cola. La masa harinada se iba haciendo un hueco en mi estómago, dejando de lado al cienpiés que me venía acompañando desde la salida en Alhucemas.
A eso de las 10 de la mañana, y tras dejar el bajo El Segoviano (toponimia marítima) por babor, el mar se tranquilizó un poco, ofreciéndonos unas horas de calma y un cierto alivio. Poco después, cruzamos la autopista de ferris y cargueros desmedidos que suben del estrecho a toda pastilla dejando tras de sí un tsunami a evitar.
Después volvió a arreciar el poniente y el resto del día transcurrió con cierta tensión, malcomiendo y maldurmiendo, y sin poder dejar el timón un momento. El día también se nos antojó largo, desde que surgió próximo a la isla de Alborán, hasta que se apagó en las cercanías de nuestro puerto de destino (Adra), pero al menos nos permitió disfrutar puntualmente de la visita de varios grupos de delfines y de algún pez volador, curioso espectáculo y sabroso manjar para los delfines.
A eso de las 10 de la mañana, y tras dejar el bajo El Segoviano (toponimia marítima) por babor, el mar se tranquilizó un poco, ofreciéndonos unas horas de calma y un cierto alivio. Poco después, cruzamos la autopista de ferris y cargueros desmedidos que suben del estrecho a toda pastilla dejando tras de sí un tsunami a evitar.
Después volvió a arreciar el poniente y el resto del día transcurrió con cierta tensión, malcomiendo y maldurmiendo, y sin poder dejar el timón un momento. El día también se nos antojó largo, desde que surgió próximo a la isla de Alborán, hasta que se apagó en las cercanías de nuestro puerto de destino (Adra), pero al menos nos permitió disfrutar puntualmente de la visita de varios grupos de delfines y de algún pez volador, curioso espectáculo y sabroso manjar para los delfines.
Al anochecer visualizamos el puerto de destino, y no sin cierta dificultad, dimos con las luces de entrada. Para finiquitar la jornada nos quedaba un trabajo no menos dificultoso como atracar, de noche, con cierto viento en un puerto vacío, desconocido, y donde no aparecería el marroquí de última hora a echarnos una mano con las amarras.
Y, así, somnolientos, nerviosos, cansados, y agarrotados todos los músculos, amarramos a nuestro pequeño gran velero en medio de un pantalán vacío de barcos y de personas y repleto de gaviotas y su correspondiente costra de excrementos, lo cual me impidió besar el suelo en plan papa, como hubiera querido hacer nada más pisar tierra firme.